ORNITÓLOGO
Se sabía de la existencia del Cianorubens Magellanicus pero nadie había conseguido pintarlo. Sólo unos apuntes a lápiz se habían salvado en el naufragio de la expedición de Wallace. El ornitólogo estaba convencido de que al pintar este pájaro conseguiría su obra maestra.
Un barco lo llevó a Manaos, la capital del caucho, desde donde comenzaría su expedición por el Amazonas. La ciudad era una combinación improbable de palacios y selva, como salida de un sueño de una noche de fiebre.
Cinco días más tarde partía una pequeña expedición. Un hombre lo conducía y dos otros cargaban sus baúles. Dos canoas los llevaban sin esfuerzo. Cruzaron la selva hasta llegar a un fino afluente del Amazonas. El ornitólogo reconocía pájaros y flores mientras buscaba la cresta naranja del Cianorubens Magellanicus. Pasados diez días, la expedición había derivado hasta un lago en el medio de la selva. Allí decidieron montar el campamento. A la mañana siguiente, el ornitólogo examinaba a través sus binoculares cuando un destello naranja invadió los cristales. Un Cianorubens Magellanicus caminaba indiferente por la orilla opuesta del lago. Tomó su rifle, apuntó lentamente y disparó. Había que cazar y embalsamar al pájaro para luego pintarlo. Tan importante era el talento para la pintura como para la taxidermia. El ornitólogo comenzó su labor allí mismo en la selva.
Tres días más tarde el Cianorubens Magellanicus embalsamado levantaba un vuelo inmóvil. La pose era grandiosa. Sólo la punta de una garra tocaba la rama cortada que el ornitólogo usó como base. El hombre comenzó a trabajar muy temprano por la mañana. Primero hizo un detallado dibujo del ave y su entorno. Luego la acuarela. Capa sobre capa de color transparente le daban profundidad y detalle a las plumas, las garras, los ojos. Dos días más tarde la pintura estaba casi terminada, sólo quedaba la firma. Fue tal la perfección y el celo puesto en la pintura que al dar la última pincelada, el pájaro voló de la página ante los ojos desesperados del artista.
A la mañana siguiente, el ornitólogo comenzó a trabajar otra vez. Una nueva hoja, un nuevo dibujo. La mano se movía más firme, experta ya en la forma del pájaro. Esta vez se concentró en el ave sin dibujar el fondo. La pintura era aún más nítida que la anterior; casi perfecta. Mas al terminar la pintura, de nuevo el pájaro cobró vida y levantó vuelo. Lo mismo sucedió una y otra vez, hasta que ya no quedó pintura, ni papel, ni comida. El ornitólogo regresó a casa con una carpeta llena de hojas en blanco. Derrotado y sin trabajo, se sumió en la tristeza.
Una mañana oyó a través de la ventana el canto de un pájaro. Un espléndido Cianorubens Magellanicus de plumaje azul marino y con una alta cresta naranja, se había posado junto a su ventana. Al acercarse a mirar, descubrió el suceso más extraño: el ave llevaba su firma en la garra derecha.